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«Dios puso un final feliz» – Eudys Cordero (Ministerio Efusión)

Nací el 30 de abril del año 1975. Desde niño me ha tocado una vida de muchas dificultades y amarguras, ya que mis padres eran «dejados», desde que tengo uso de razón. No se divorciaron porque vivían en unión libre. Me ha tocado vivir en la más absoluta pobreza. Ésta siempre fue una tradición normal en mi familia, tanto de parte de padre como de madre.

De mi infancia, lo único que recuerdo son las casas a orillas de cañadas, los techos con goteras, los pisos de tierra, los víveres vacíos, las borracheras de mi padre junto con sus golpizas, los distintos hogares en los que me tocó vivir y los diferentes padrastros y madrastras, ya que ambos (mi padre y mi madre) con mucha frecuencia se “juntaban” con parejas diferentes.

Mi madre se casó cinco veces y mi padre no me acuerdo. Crecí sin saber quién era, dónde iba, qué quería. Como era de esperarse, era un candidato excelente para la delincuencia, la cual empecé a practicar en mi adolescencia con un grupo de jóvenes que, al igual que yo, buscaban aceptación en las cosas arriesgadas y peligrosas. Mostrábamos nuestra rebeldía hacia el orden establecido.

Crecí vacío, sin esperanza, experimentando en todo momento el mal sabor de sentirme rechazado y avergonzado de mi realidad y de mí mismo. Vendía caramelos en las calles, limpiaba cristales, fui limpiabotas, verdulero, vendía helados, botaba basura por dinero, fui ayudante de tapicería de carros, de grúas, de muebles. Dormía en el suelo y me arropaba con los cruza-calles que se utilizan para anunciar las fiestas de los artistas, recogía cartones en los camiones de basura, iba a la escuela con los zapatos rotos hasta que decidí abandonar los estudios. Quiero que sepas que al escribir estas cosas es imposible para mí dejar de llorar, ya que esto parece una película que veo, pero la cual -lamentable o afortunadamente- es una realidad que me tocó vivir en carne propia.

Como les ha pasado a tantas personas, el Dios misericordioso un día se detuvo ante mi situación. Una amiga empezó a invitar- me a un grupo de jóvenes que se reunían en la parroquia del barrio. Yo no le hacía caso a su invitación; pero fue tanta su insistencia que, después de mucho invitarme, decidí ir al grupo para «salir de ella». En ese grupo de oración descubrí a unos jóvenes alegres que me contagiaban con su gozo. Yo quería lo que ellos tenían: alegría.

Continué asistiendo al grupo, y Jesucristo comenzó a sanar mi corazón herido, haciéndome experimentar su amor incondicional, eterno y gratuito. Dios se compadeció de mí, y con sus brazos de amor me tomó. Fijó en mí su mirada y con gran ternura me amó. Tuve un encuentro personal con Jesucristo. Mediante un proceso largo, constante y a veces doloroso, fue sanando mis heridas, limpiando mis lágrimas, respondiendo mis tantos «porqués». No tuve otra alternativa que dejarme caer en sus brazos y dejarme amar, permitirle entrar en mi corazón y abandonar tanta miseria y pobreza en todos los aspectos de mi vida.

Hoy, para su grandiosa gloria y honra, puedo asegurarte a boca llena que soy un joven próspero y feliz. Terminé una carrera universitaria. Soy maestro en una prestigiosa institución de enseñanza. Dirijo un ministerio que trabaja para la gloria de Dios a través del teatro y otras artes, habiendo llevado nuestro arte a las más altas casas de teatro de nuestro país, como Bellas Artes y el Teatro Nacional, y a países como Francia y España. Cosas que desde mi realidad eran prácticamente imposibles.

Dios puso un final feliz (que aún sigue) a la trágica película de mi vida. Por eso, te digo: ¡ánimo! ¡Hay esperanzas! No todo está perdido. Dios es el Dios de lo imposible. Si lo hizo conmigo, ¿por qué no habrá de hacerlo contigo?

¡Ánimo! Dios no está lejos. Él ve lo que está pasando en tu vida en este momento y no es indiferente a tu dolor.

Dios te bendiga.

Eudys Cordero
Ministerio Efusión

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