Fuente: Revista Alabanza #190

Caminar por la vida implica estar en lucha permanente. Luchar en contra del mundo que nos invita a despreocuparnos de nuestra vida interior y nos llama con recursos cada vez más atractivos, según nuestras propias debilidades, a vivir superficialmente y de espaldas a la verdad proclamada por Cristo, que es la única que nos salva.

Como cristianos estamos llamados a esforzarnos por agradar al Señor con todo lo que somos, todo lo que hacemos, todo lo que pensamos y hasta lo que deseamos.

Agradamos al Señor cuando amamos y cumplimos su voluntad; cuando buscamos complacerlo con nuestras acciones y le damos la gloria con nuestra vida en lo cotidiano, en lo ordinario y en lo extraordinario.

Agradamos al Señor cuando antes que nuestros deseos, buscamos obedecer sus mandamientos y lo hacemos por amor, no por temor o en espera de alguna recompensa.

Dios siente que correspondemos a su amor cuando rompemos al hombre de carne que vive en nosotros y optamos por dejarnos guiar por el Espíritu Santo del cual somos morada.

Agradamos a Dios cuando en medio de las tribulaciones le damos gracias y asumimos el camino de cruz que nos toca en ese momento con alegría y con esperanza de que Dios tiene una razón para permitirlo.

«Caminamos sin verlo, guiados por la fe» (2 Corintios 5,7), y este caminar es mejor hacerlo en una relación de amor, confianza y respeto con el Dios que nos ha amado primero y que eligió entregar a su único hijo para que nosotros tuviéramos nuestra oportunidad en la eternidad.

Ante esta entrega, poco podemos devolver; pero al Señor le basta que le devolvamos amor por amor. No nos exige mucho más. Y el que ama obedece. Sin obediencia no hay amor a Dios. Si tienes más amor y confianza en Dios, obedeces más.

Pero amar a Dios será difícil, mientras sigamos amando el pecado, mientras le demos espacio para que el pecado ocupe nuestra vida y predomine en nuestras acciones y pensamientos.

Esforcémonos en agradar a Dios, desterremos el pecado, confiemos en que Jesús es el único que nos puede ayudar a sacarlo de nuestra vida; renunciemos a la vida fácil, cómoda y superficial e invitemos a Jesús a ser el Señor de nuestra vida. Obedeciéndolo le decimos cuánto lo amamos. Pregúntate hoy de qué tamaño es tu amor a Dios y a qué estás dispuesto a renunciar para agradarlo a Él.