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¡Un coloso de la fe!

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Escrito por: María Armenteros (CSCV)

Extraído de: Revista Alabanza

 

Hermanos queridísimos:

No puedo dejar de escribirles unas líneas para junto con ustedes, aún en medio de la tristeza que nos embarga, celebrar la vida y las virtudes de nuestro hermano Marino Ureña, a quien el Señor llamó el jueves 6 de septiembre, a la Casa del Padre, cerca del mediodía.

Ayer viernes primero, cumplimos con el triste deber de enterrar al querido Marino, en medio del llanto de Susana, los ocho hijos y los numerosos nietos que lloraban desconsoladamente la partida de un esposo, padre y abuelo excepcional.

Marino Ureña, un gigante de la fe, un hombre que ha dejado perfumado con el buen olor de Cristo al pueblo, a los campos de Nagua y de manera especial a nuestra comunidad.
En la Misa de cuerpo presente, todos llorábamos mientras el sacerdote celebrante hablaba con emoción sobre el hombre de Iglesia, el hombre de fe, el hombre de familia y el evangelizador extraordinario que fue Marino, y el gran testimonio de vida que nos legó. Tras él, varios hermanos diáconos y ministros se acercaron al micrófono para compartir los testimonios del bien que nos había hecho a todos.

Cuando al final me invitaron a compartir unas palabras, quise resaltar lo que para mí fue la clave de la vida entregada de Marino a la evangelización. El, que era un hombre de profunda oración, se fue contagiando de los sentimientos de amor y misericordia de Jesús, lo que hizo de Marino un hombre con un corazón semejante al del Buen Pastor que no escatimaba tiempo ni esfuerzo para ir en búsqueda de la oveja perdida. Si hubo algo que caracterizó a este hombre fue el celo por la salvación de las almas y el llamado a los pecadores para que se alejaran del pecado y volvieran a la Casa del Padre.

Recuerdo la alegría con que tantas veces me contaba cuando una de aquellas ovejas había sido rescatada por el Señor. Cuando Marino contaba estas historias de salvación, él era toda una explosión de gozo y alabanza a Dios que nos contagiaba a los que le escuchábamos.

Recuerdo vivamente cuando le vi por primera vez. Era el año 1978. Ya el Padre Emiliano, Evaristo y yo predicábamos retiros como equipo, y Yola algunas veces nos acompañaba.

Aquel día el Padre Emiliano me llamó con gran alegría para invitarme a dar un retiro, del que él dijo que era «diferente». «Nunca» –me dijo– hemos dado uno igual. Y tenía razón, ya que era un retiro ¡¡para prostitutas!! Tras mi sorpresa, me dijo que contaba con 38 mujeres inscritas.

¡Treinta y ocho prostitutas! –le dije con sorpresa–. «Pero ¿dónde conseguiste tantas mujeres?» le inquirí.

«No las conseguí yo» –me respondió. «Mañana te presento a quien lo hizo». Y así, al otro día, al llegar al Centro de Promoción de Nagua, me presentó a Marino Ureña.

Aquel día maravilloso, empecé a ser bendecida al conocer a este hombre de Dios. De gran tamaño físico, daba la impresión de tener una gran fortaleza, como un roble, con una voz firme, que muchas veces se convertía en un estruendo, sobre todo cuando se tratara de denunciar la injusticia y el pecado. Y todo esto combinado con un corazón que cuando se acercaba a ti te parecía que te arropaba con su amor, y sobre todo con la dulzura de su mirada.

Quizás Marino no tuvo la oportunidad de tener una educación muy esmerada, pero Dios suplió cualquier carencia, dándole una sabiduría divina que muchas veces nos dejaba sorprendidos cuando nos hablaba con tanta propiedad y nos hacía entender el misterio divino con gran sencillez. Era muy notable la presencia del Espíritu Santo en su alma, conduciéndolo y poseyéndolo.

En el año 1984 su vida dio un giro radical.

En el Instituto de Oncología fue diagnosticado con un cáncer terminal, dándole muy poco tiempo de vida. Como nos decía en la Misa de cuerpo presente el Diácono Espedo, también miembro de nuestra comunidad, los que amábamos a Marino al conocer la noticia de su inminente muerte, lloramos de tristeza. ¿Cómo era posible que muriera siendo tan joven, con tantos niños pequeños? Y orábamos a Dios pidiendo Su Infinita Misericordia, invadidos de tristeza.

Pero Marino reaccionó de diferente manera. El dijo: “Si me voy a morir, voy a aprovechar antes de que me muera, a hablarles de Jesús y llamar a la conversión a todos los cancerosos del Hospital Oncológico. Y así Marino se paseó por un mes, cama por cama, sala por sala predicando el Evangelio y anunciando al Señor de la Vida que estaba, vivo en medio de ellos.

Y el Señor de la vida, llenó el cuerpo de Marino con Su Vida, y lo sanó.

Marino salió de allí trasformado y a partir de aquel momento ya dedicó su tiempo, toda su persona, todos sus esfuerzos, a proclamar el Evangelio sobre todo en los campos, los cuales visitaba en su camionetica, cargada de hermanos evangelizadores que le acompañaban, día tras día. Cuarenta campos eran visitados constantemente, hasta pocas semanas antes de su muerte, en que empezó a sentirse enfermo.

Cuando Joel, su hijo, me llamó el miércoles 5 por la noche y me dijo que estaba en la unidad de «Cuidado Intensivo», enseguida puse un correo para la intercesión. Al otro día, a media mañana salimos con Pura y Briseida con la ilusión de encontrarle vivo y animarle. Lamentablemente, cuando íbamos por el Bajo Yuna, recibimos la triste llamada: Marino había muerto. Justo en ese momento terminábamos el Santo Rosario que hacíamos por él.

Como podrán entender, llegar allí fue muy doloroso pero a la vez entrañable, por poder estar con la familia y los hermanos de la comunidad tan queridos. Haber podido ser testigos de un pueblo que ha llorado la partida de este coloso de la fe, al que la gente reconoce como un hombre de vida virtuosa y de ejemplos de santidad.

Nos cuentan que en los últimos momentos, abriendo los ojos y con una gran sonrisa dijo: «¡Salvado!» y enseguida agregó: «Santo, Santo» y se fue con Él.

¡Se nos fue Marino! Se nos ha ido a la «Casa de los Resucitados» como ya le llamamos cariñosamente al Cielo, lugar donde esperamos que reposen los SCV que han partido. Ha recibido su premio un siervo fiel, otro hombre de Dios que ha corrido la buena carrera de la fe, y que ya ha entrado en el gozo de su Señor.

Aunque tenemos la tristeza de lo que yo llamo “el diálogo interrumpido” que trae la muerte, no cesamos de dar gracias a Dios por su vida y por haberlo tenido tan cerca. Su presencia, su vida y su testimonio entre nosotros ha sido una verdadera riqueza, no sólo para los suyos sino para toda la comunidad.

Esos tres gigantes que Dios quiso poner en medio nuestro, ahora están en el Cielo: Emiliano, Evaristo y Marino.

¡Démosle gracias a Dios y celebremos sus vidas!

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